miércoles, 27 de abril de 2011

Losing my religion

Una mañana cualquiera y con una excusa potencialmente absurda, Laurita, abre las puertas de mi castillo y yo me someto a su voluntad. Su sonrisa despreocupada me resultaba vulnerable hasta mis labios. Su carne que estaba lejos de llegar a los 30 años, me tumbaba de un lado a otro con pensamientos dignos de un primitivo por un lado y el de un obispo respetable por otro. La dejé entrar a mi mundo como si nos viésemos todos los días.

Sabía que mi último intento por apropiarme de su alma, fue antes de casarse y me había dejado muy en claro que más allá de su deseo de beber de mis labios, no iba a quebrar su palabra, que no era hacia su futuro esposo, sino a la de ella misma, cuando se juró nunca más enmarañarse con un hombre casado. Y yo llevaba esos honores por aquel entonces.

Ahora, mi religión era otra, pero hasta donde yo supe, ella seguía bajo el mismo techo que su corazón supo elegir, pero su visita era sospechosa. Sabía bien ella, que yo era un hombre que no espera segundas oportunidades y más allá de mis votos, era mi esencia primitiva la que mandaba cuando alguien se ponía a cebar mi mar de tiburones. Ella lo hizo con el mate, pero fue lo mismo.

No pasaron más de unos minutos, que la pava comenzó a chillar y ella apostada de espalda a mi frente a la mesada, insistía en querer encontrar un mate débilmente escondido.

- Nene, ¿dónde escondes el mate?

Eso fue el principio del fin. Fin a una interminable ola de deseos intangibles, para hacerlo realidad al enseñarle donde guardo el mate teniendo que apoyarme sobre ella que yacía de espaldas con un jean que parecía tener puesto desde su pubertad.

- Sabías que nunca pude inmunizarme a tus palabras, no? – dice con una voz entrecortada por la calentura y los nervios previos a un asesinato.

- ¿Y cómo fue que te negaste aquella vez?

- Ese día, fueron tus labios y no tus palabras las que me hablaban. Estabas re caliente y yo me estaba por casar.

- Y ahora qué dije?

Ella hizo un leve arqueo de su columna y quedó en forma de “ese”.

- Ahora, no dijiste nada -torció su cabeza para que pueda ver sus labios hinchados de deseo-¡pero, cogeme!

Con cada prenda que le sacaba, borraba de mi cabeza cualquier culpa que podía llegar a boicotear un momento que alguna vez desee en momentos inoportunos. Ayudó que hacía frío, porque mi cabeza no me dejaba en paz.

Llegamos a la cama, ella totalmente desnuda y con sus tetas apuntando al cielo. Nos arrancamos la piel y aun así, seguíamos saboreando un encuentro que olía a prohibido. Algo que yo me había prometido no hacer más. Y esa promesa funcionó con todas, menos con ella, la autora.

Las caricias, los jadeos y los besos no se limitaron al colchón inválido de mi cama. Nos revolcamos por toda la habitación, hasta quedar boca arriba sobre la alfombra del entrepiso.

En un momento de la lucha, sus labios fueron más allá de los míos y de repente, en medio de su recorrida por un camino que ya muchas habían transitado, me quedé solo, mirando el techo y sin nadie a quien abrazar. Los bocados que se llevaba a la boca, se sentían perfectos, pero no pudo callar a mi cabeza.

- ¿Por qué, ahora? – le digo presionando mi mandíbula, con la calentura que juntaba no solo de esa mañana.

Ella levantaba su mirada y jugando a las escondidas, solo sonreía. Hasta parecía disfrutar lo que estaba haciendo. Y mucho.

Y yo también.

No quería quedar como la Lolita de la relación, así que la tomé de los hombros para calzarla de tal forma, que su cuello quedará ante mis labios y mi voz.

- ¡Por qué mierda me estás cogiendo ahora! ¿no te parece un poco tarde para hacer esto? Decime la verdad! ¡Laputaqueteparió!

Su demonio parecía que al fin iba a decir la verdad. Me agarra la cara con sus manos y toma la distancia suficiente como para tener un plano de nuestros cuerpos.

- Decime la verdad, ¡Carajo! –mientras empujo mi cuerpo contra el suyo de una forma tan seca como fuerte.

Su mirada se perdió. Abrió su boca como una víbora a punto de comer a su presa y un grito seco, me privó de saber el nombre de ese demonio. De la verdad.

Una verdad que no iba a ser la misma, como tampoco con la maldad necesaria de una mujer despechada. Mi oportunidad se había fugado junto con la anestesia de una calentura suprema. Ahora eran sus uñas las que me lastimaban la espalda y calculo que las mías en la de ella. Otros minutos interminables para recuperar el aliento –y la razón-, terminaron con las chances de saber qué carajo le pasaba.

Laurita tomó sus cosas, ahora con algo de vergüenza que no supo tener en el momento que planeó su crimen y me dice con algo de culpa en sus ojos, que tiene que irse porque se le hace tarde para preparar el almuerzo.

Me vestí con lo mínimo de ropa y la acompañé hasta la puerta.

- Te voy a deber los mates, ¿sabes?

- Y también la respuesta – le digo con un interés igual al que tenemos cuando sabemos que nos van a mentir.

Cerré la puerta y con la misma certeza que Aladín sentía que al frotar la lámpara saldría su genio, yo sabía que Laurita volvería a sus votos.

Y yo a los míos.

lunes, 21 de febrero de 2011

Sucios recuerdos

Solo las sabanas recién lavadas me pueden llevar a ese pasado que día a día deseo volver, como si fuera un presente interminable. Pero el tiempo sigue a su marcha. Sin esperas ni demoras, haciendo que debamos elegir a cada instante, cada uno de nuestros actos. Pero estamos los que hacemos trampa y detenemos ese tren de lo inevitable, con la magia de los recuerdos y una gran dosis de nostalgia.

Hundo mi nariz en ese bollo de sábanas hasta que alguno de mis tantos suspiros me devuelvan esos tiempos donde quisiera no haber estado nunca.

Las imágenes aparecen y mis sentidos se van activando uno a uno: su sonrisa, sus mimos rozantes, algunas palabras y el sabor de su perfume. Suficientes para estar ahí.

Con ella.

- Dale, ayudame con la cama así nos vamos- dice ella, mientras intento boicotear la salida prometida con un abrazo por la espalda envolviéndola con mis brazos.

- Te parece irnos? Con lo nublado que está, ya son casi las 2 de la tarde… y te noto tan mimosa.

- Déjate de joderrrrrrr – dice, riéndose – me prometiste que hoy íbamos sí o sí.

- Dije eso, tan así? En qué débil momento pude haberme traicionado de semejante manera?

- No te hagas el boludo y levantá el colchón que sola no puedo.

Lo intenté de todas las maneras posibles, pero fue en vano. Ella es una mujer peligrosa en el campo de todas las discusiones.

Estaba nerviosa. Intenté de averiguar sin preguntar que la tenía preocupada, pero sus ganas, ahora convertida en una obsesión me privó de saberlo hasta que llegamos.

- No voy a convencerte con nada para que no lo compres, ¿no?

- No

- Pero, vos me ves con la ropa sucia?

Ella se frena en seco, metro y medio antes de llegar al local. Logra que ponga toda mi atención en su mirada que destilaba fuego y agarrándome la mandíbula con su mano más firme, arroja su lanza:

- Te veo sólo y no voy a estar siempre para cuidarte!

Antes que mis ojos se llenaran de lágrimas como los de ella, la abracé fuerte porque mis discursos sobre el tiempo y la enfermedad que la acecha a cada amanecer, desapareció y le dio la bienvenida a un dolor en mi pecho, que hasta el día de hoy, me acompaña hasta en los momentos más alegres.

- Dejá de mariconear y busquemos uno que sea Aurora. Me han dicho que es de lo mejorcito y no es caro.

Le hayan dicho o no, lo cierto es que una vez le conté acerca de una foto donde sale mi madre junto al primer lavarropa automático Aurora. Un regalo de mi padre que ella lo disfrutó tanto como estar en compañía de sus mejores amigas. Tan enamorada estaba de esa obra de ingeniería, que me atrevo a confesar que alguna que otra vez, la escuché hablando con ese mamotreto marrón caca. Pero ella, nunca se declaró culpable.

Julia sabía que regalarme un Aurora era mucho más que un lavarropas. Y yo, nostálgico hasta los huesos, no pude negarme.

Estamos haciendo la fila para pagar, cuando la veo que abandona ese rostro pícaro y feliz, por uno aterrador. Me mira con miedo, le devuelvo la mirada de igual manera. Intenta agarrarme pero todo fue muy rápido.

Dos meses me llevó armarme de fuerzas para comprar lo que fue su última voluntad…

Una y otra vez, lavo esas sábanas.

Una y otra vez, me ahogo en sus recuerdos.

Y otra vez, el lavarropas y yo, nos volvimos a quedar solos.