domingo, 15 de agosto de 2010

Ellen

Ellen, tenía unos treinta años cuando la conocí. Y si algo me sorprendió de ella y logró mover hasta mi última fibra, fue su seducción fotográfica. Siempre en posición para ser admirada como una verdadera obra de arte, algo tallado a mano, delicioso, iluminado. Claro, que mi mirada de lobo hambriento no se limitaba solo a lo estético. Su forma de ser, sus palabras dulces y desinteresadas de todo aquello banal del mundo, al cual yo venía adquiriendo acciones, la convertía en un ser difícil de seducir.

Eran los años 90. El glamour se respiraba tanto como los perfumes importados en cualquier esquina de Buenos Aires. Mis tareas como un egresado de un simple bachiller en un barrio de Palermo que aún no era SOHO, me condenaron a la tarea de llevar y traer pedidos de una librería del microcentro. La Galería Pacífico estaba en su máximo esplendor y dos por tres, personalidades del mundo artístico asistían a los eventos de pasarela, que más de una marca utilizaba para convocar a una gran cantidad de personas, de periodistas y también de “cazafortunas”, o sea, nosotros, los que buscábamos dar con el batacazo sexual y hacernos de una blonda que nos hiciera sentir el Hugh Hefner, aunque más no sea por una noche.

Eran épocas de camas solares, mucho gimnasio y con una cara fresca típica de personas que la pasaban bomba. Eso era solo el principio para tener alguna chance en ese mundo pomposo al que más de uno se tentó por más pensamiento de izquierda que tuviera en su sangre.

Un año de fierros, un trabajo que me hacía correr por todo el microcentro con bolsas de todo tipo y hasta cajas con resmas A4, me mantenían en forma y también me hacía conocer a mucha gente. Una de las reglas que si bien no eran expresas, pero que se daban a entender, era que cuando había clientes en un local, yo debía esperar afuera con el pedido. Para mí, era trabajo. Así que correr o no correr. Llegar a tiempo o elegantemente tarde, era cosa de cada cliente.

Un día de muchos que tuvo esa profesión, una mujer se quedó con toda mi atención. Su porte, su ropa y hasta su billetera tenía su propio sello. Estaba pagando y haciendo malabares con todas las bolsas que intentaba agarrar con una mano. Ese día no me importó nada del protocolo del cadete y entré.

Saludé. Dejé un par de biromes a la encargada que pareció darse cuenta de mi estado emocional y busqué la mirada de la clienta, de alguna manera que no hubiera modo de evitar un saludo a alguien que crees conocer pero que no recordás. Su perfume dulce me aflojó las piernas y cuando enterró su mirada en la mía solo pude suspirar antes de cerrar los ojos y darme por vencido.

- Perdón, ¿te conozco?

- No sabes como me gustaría decirte que si.

Creo que todos los que estaban en el local, rieron. Ella estiró firmemente su brazo y me dio la mano como un amigo o bien, para dejar en claro que había al menos una década de besos en su haber.

- Bueno, ahora nos conocemos. Ellen, mi nombre es Ellen.

Eternity era su perfume. Sus botas, de carpincho y sus caderas casi siempre se untaban con un Guess. Y yo fui su alumno durante algunos años. Los suficientes para entender que era esto del amor, el respeto y por sobre todo, el buen gusto por los zapatos. Como el que Sarkany tuvo para poner en la misma vidriera, quince años después.