¿¿¿¡¡¡Hay alguien con vida!!!!????
Volví.
No se asusten... sólo soy yo, solo que ahora estoy ENOJADO!
Fumaba el primer cigarrillo con ella. La observaba desde el balcón y daba gracias por volver a mi ciudad, a mi gente, a mis sueños.
El ruido de la pava silbadora —violeta— la hizo quejarse mientras intentaba incorporarse en la cama. Me llamó a sus brazos, pero le pedí tiempo para volver con el mate y muchos besos. Agarré mi tarrito de Pringles, convertido en azucarera, y endulcé el termo: volvía tal como se lo había prometido.
Nos llenamos de palabras, recuerdos y recuentos; reímos más de la cuenta, teniendo en cuenta que era nuestra primera mañana juntos.
El tiempo pasó. La acompañé hasta la puerta y la dejé ir a cumplir con sus obligaciones familiares.
Otro cigarrillo me acompañó hasta perderla de vista; entonces mi silencio me recordó que esa chica me había convencido de volver a formar una familia…
¿Qué será de nuestros hijos, que no llegarán a disfrutar conocer a una persona sin Facebook ni Twitter? Donde había que tener algo más que un amigo en común para dar con alguien: preguntar quién era, dónde trabajaba, qué hacía los fines de semana. Llenarse el estómago de café para conocer su biografía y ser conocido a su vez. Entonces —solo entonces— recién había una posibilidad de un beso, una caricia… una oportunidad de amar a alguien.
En aquellos tiempos eso se llamaba destino, no Facebook.
Las relaciones tenían sus días, sus horas; y cuando no sabíamos de nuestra media naranja optábamos por escribirle una carta. Con mucha suerte —si teníamos el teléfono fijo de su familia y la encontrábamos en su casa— se nos estrujaba el corazón por charlar un par de minutos.
El amor tenía su equilibrio en aquellos tiempos, y las familias se forjaban gracias a los valores y a las pocas tentaciones que ofrecía ese mundo analógico.
Pero llegó la tecnología: la posibilidad de estar incluso cuando no estamos o no queremos estar. Y con eso, las mentiras se convirtieron en invitadas en casi todas las relaciones. Lo triste es que ambas partes aceptan esa realidad, y el poco compromiso que asumen se desvanece con el tiempo.
Creo que se ha perdido casi todo lo que vale la pena. Y casi como si fuese el fin de la civilización, aquí estamos todos en esta red social, desesperados por sentir algo —lo que sea— hasta caer en brazos vacíos y revolcarnos hasta el fin de los días…
Apagá Facebook. Bienvenido a la vida real.
Ellen, tenía unos treinta años cuando la conocí. Y si algo me sorprendió de ella y logró mover hasta mi última fibra, fue su seducción fotográfica. Siempre en posición para ser admirada como una verdadera obra de arte, algo tallado a mano, delicioso, iluminado. Claro, que mi mirada de lobo hambriento no se limitaba solo a lo estético. Su forma de ser, sus palabras dulces y desinteresadas de todo aquello banal del mundo, al cual yo venía adquiriendo acciones, la convertía en un ser difícil de seducir.
Eran los años 90. El glamour se respiraba tanto como los perfumes importados en cualquier esquina de Buenos Aires. Mis tareas como un egresado de un simple bachiller en un barrio de Palermo que aún no era SOHO, me condenaron a la tarea de llevar y traer pedidos de una librería del microcentro.
Eran épocas de camas solares, mucho gimnasio y con una cara fresca típica de personas que la pasaban bomba. Eso era solo el principio para tener alguna chance en ese mundo pomposo al que más de uno se tentó por más pensamiento de izquierda que tuviera en su sangre.
Un año de fierros, un trabajo que me hacía correr por todo el microcentro con bolsas de todo tipo y hasta cajas con resmas A4, me mantenían en forma y también me hacía conocer a mucha gente. Una de las reglas que si bien no eran expresas, pero que se daban a entender, era que cuando había clientes en un local, yo debía esperar afuera con el pedido. Para mí, era trabajo. Así que correr o no correr. Llegar a tiempo o elegantemente tarde, era cosa de cada cliente.
Un día de muchos que tuvo esa profesión, una mujer se quedó con toda mi atención. Su porte, su ropa y hasta su billetera tenía su propio sello. Estaba pagando y haciendo malabares con todas las bolsas que intentaba agarrar con una mano. Ese día no me importó nada del protocolo del cadete y entré.
Saludé. Dejé un par de biromes a la encargada que pareció darse cuenta de mi estado emocional y busqué la mirada de la clienta, de alguna manera que no hubiera modo de evitar un saludo a alguien que crees conocer pero que no recordás. Su perfume dulce me aflojó las piernas y cuando enterró su mirada en la mía solo pude suspirar antes de cerrar los ojos y darme por vencido.
- No sabes como me gustaría decirte que si.
Creo que todos los que estaban en el local, rieron. Ella estiró firmemente su brazo y me dio la mano como un amigo o bien, para dejar en claro que había al menos una década de besos en su haber.
- Bueno, ahora nos conocemos. Ellen, mi nombre es Ellen.
Eternity era su perfume. Sus botas, de carpincho y sus caderas casi siempre se untaban con un Guess. Y yo fui su alumno durante algunos años. Los suficientes para entender que era esto del amor, el respeto y por sobre todo, el buen gusto por los zapatos. Como el que Sarkany tuvo para poner en la misma vidriera, quince años después.