martes, 19 de mayo de 2009

Demasiada Emoción Para Un Solo día


Tiempo atrás, cuando aun no me afeitaba pero con edad suficiente para enfrentar a mi madre, la desafié para que me dejara pasar un fin de semana de amigos, lejos de Trelew y cerca de las chicas más aceitadas de la Patagonia.
En aquellos tiempos, donde lo más próximo a estar con una mujer era a través de alguna revista triple xxx, cayo un primo del Pelado, contando lo maravilloso que era la vecina ciudad de Puerto Madryn.
La ciudad estaba en auge y recibía turistas de todas partes del mundo. No era Ibiza pero para tres vírgenes en la materia sexual, lo era todo. Y los boliches prometían robarnos eso que tanto nos molestaba.
Después de varios juramentos a la madre, prometiendo hacer caso a todos los cuidados que no se cansaban de repetir, salimos rumbo a la ciudad de los sueños.
El viaje en si era corto, solo 64 kilómetros nos separaban de la nueva vida. Y ahí estábamos, al cabo de una hora. Haciendo la carpa en el camping del ACA (precisamente en Punta Indio). Y esperando que el sol se pusiera en nuestra frente para dar batalla a un mar que se hacía desear.
El día estaba fantástico, la gente del lugar empezaba a estacionar sus sombrillas en los mejores lugares de una inmensa playa de aguas tan cristalinas como frías.
El primo del Pelado, apareció con su camioneta y unos trajes de buzo.
-Hoy vamos a bucear a la plataforma – Dijo totalmente sacado como si fuera un chico de 5 años haciendo una travesura.
Todos nos miramos y no salíamos del asombro. Si bien hacer un bautismo submarino, era lo más en ese entonces, había algo que nos hacía recular.
Una de las cláusulas del contrato con nuestras madres, era precisamente no hacer eso que estaba delante de nuestras narices.
El gordo, el más travieso de todos, disimuladamente quiso evadir esa responsabilidad de ir argumentando tonterías, ya que en verdad le tenía más pánico al sueco de la madre que a las cargadas nuestras.
- Martín, está buenísimo, pero si pensas que vaya nadando hasta el fin del mundo para bucear, me quedo en la costa. – Dijo el gordo mientras se sacaba una pelusa del ombligo.
El anfitrión nos lleva hasta la parte trasera de la camioneta y nos muestra el bote inflable, al que solo le faltaban un par de pulmonadas para convertirlo en nuestra isla.
El gordo se quedó atónito. Con el Pelado empezamos a gastarlo y le cantábamos “¿eres una gallina Mc Fly?”. Lo cierto es que nosotros dos teníamos más miedo que él. Pero hacerlo quedar como un gil, nos daba fuerzas.
El Primo, con unos años más encima y con más calle que una prostituta, se dio cuenta de la situación y comenzó a hablarnos de lo maravilloso que era bucear en esa zona, con el fin de relajarnos y hacernos sentir que nada había que temer.
- ¡La vida es una sola y tengo entendido que vinieron en busca de emociones! – Y eso fue como decirnos… ¡Gallinas!
Al cabo de 15 minutos estábamos en la costa empujando el bote. El día estaba increíble. El golfo estaba estático y la brisa de mar no alcanzaba a enfriar una idea que ya habíamos comprado.
La base, estaba como a 10 km de la costa. La balsa avanzaba lentamente, con dos remos improvisados que nos llevaban a reírnos de la precariedad de la balsa.
El primo se tiró al agua y con sus patas de rana empezó a empujar el bote para que nos calláramos. De a poco, empezábamos a divisar la plataforma. Para ese entonces, no sabíamos si estábamos cansados reírnos o de remar.
De repente, el gordo hace un movimiento de caderas. Todos reímos hasta que el Pelado pide silencio. Todos nos miramos.
-¡Todos al agua, ahora!- Grita el Pelado.
La embarcación acaba de perder uno de sus incontables parches.
Buscamos una nueva excusa para reírnos. Y mientras nos hundíamos entre todos, en un mar que nos enseñaba la profundidad con sus aguas cristalinas, el primo toma una de las sogas del bote, se la ata a su jean recortado con forma de malla y empieza a nadar para salvar los equipos de buzo.
-¡Dejense de joder y naden hacia la plataforma! – grita el primo, enfadado.
Todos nos quedamos mirando como se iba nuestra pequeña isla, nuestros equipos y la risa. Nos agarró la desesperación de golpe y empezamos a seguir la balsa que cada vez se nos alejaba más.
En medio de la desesperación y el cansancio, miro hacia la costa y toda la gente que debía estar en el agua ya no estaba. Ni siquiera las sombrillas se veían.
El viento empezaba a soplar como solo en el sur suele suceder y las olas nos empezaban a dar la bienvenida al mar adentro.
El clima cambió de repente, y los 30 grados que nos acompañaban pasaron a ser solo 20.
Miro hacia la plataforma y en el camino estaban todos mis amigos haciendo la plancha. Estábamos muy cansados. La distancia para llegar a la costa parecía la misma que había hasta la plataforma.
De repente veo como mis amigos se van hundiendo y hago lo mismo con el fin de descansar un poco mis piernas y mis abdominales, que se esforzaban por flotar. (¿quien dijo alguna vez que haciendo la plancha uno puede flotar por horas? Ya se, un profesor de la colonia de vacaciones y un jefe que se negó toda su vida a los cambios, pero él, nunca se ahogó).
En una de mis hundidas, me di cuenta que no podía flotar más. No había piernas que me hicieran volver a la superficie. Había descendido como dos metros. Miro hacia arriba y el agua cristalina dejaba ver lo que ya no podía alcanzar.
Me di por vencido. Miro hacia el fondo y comencé a rezar. No estaba desesperado. Ahí me di cuenta que era el fin, que nada se podía hacer y la calma llegó a mi alma.
Lo primero que pensé fue en mi madre. Tenía razón. No estábamos preparados para este viaje.
Mientras miraba con una calma desesperante todo el mar que me rodeaba, siento que de atrás algo me agarra el brazo. Ese año me había tocado leer en Literatura “relatos de un náufrago” de Gabriel García Márquez y lo primero que pensé era que uno de esos tiburones me había tomado por sorpresa de atrás.
Intento darme vuelta con mi última burbuja de aire, pero no puedo. Me tenían agarrado de un brazo como si fuera un delincuente, y me di cuenta que estaba subiendo a la superficie.
- ¡No hagas fuerza ni te sueltes por favor! – me grita un hombre de avanzada edad, mientras chiflaba a uno de los gomones de prefectura que estaban diseminados por toda la zona, buscando a mis amigos.
Ese día, mi Dios tenía nombre e historia. Se llamaba Jorge y era campeón sudamericano de Pata de rana. El me salvó la vida.
En la costa nos esperaba la gente, la radio local y la Guardia Costera. Los primeros, que no eran pocos, armaron el escenario de la tragedia. Los segundos buscaban la primicia de hablar con los náufragos. En cambio la Guardia nos esperaba para detenernos por no contar con los permisos necesarios para bucear.
El micrófono de la radio para hablar con el conductor de turno me hizo sentir un campeón un héroe, pero le recordé al periodista que verdadero héroe se llamaba Jorge, y trate de revivir esa vieja leyenda que la Patagonia había olvidado y que Jorge me la recordó en el trayecto a la costa. Además de héroes también había un perfecto pelotudo (primo del Pelado), pero eso no me animé a decirlo porque estaba seguro que no solo mi madre estaba escuchando la tragedia en vivo.
Al dar mi nombre (falso por supuesto) salí corriendo al igual que mis amigos. La policía solo pudo atrapar al capitán del Titanic, ya que, como rige la ley de los marineros, es el único que se quedó junto al barco.
Esa noche, ninguno atinó a mencionar las palabras como boliche, mujeres, sexo… fue demasiada emoción para un solo día.

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